EL TRISTE EJEMPLO DE LÓPEZ AGUILAR
Julián Hernández Gallego, 13 de abr. de 15
López Aguilar ha caído. Y bien tocado y hundido en lo hondo. Ni siquiera la condena firme. La denuncia ha bastado para su muerte civil, en lo profesional. Misma suerte en lo privado, sobre las posibilidades de ver a sus hijos, y viceversa, ahora nulas, según contó en el programa de Susanna Griso (Espejo Público, 9 de abril de 2015).
Dice la ley que, si hay maltrato, lo personal es político: “La violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad”. Por tanto, a nadie extrañará que a López Aguilar se le haya arruinado lo público debido a lo privado, aunque aún no se le haya aplicado la ley, ni dejado de aplicar. No queremos decir que no se hayan practicado diligencias y que éstas no obren en poder de los medios, apresurados a airearlas, dado el morbo informativo: el político sobre el que cae el peso de la ley promulgada por él se parece al que encierran en la cárcel que él mismo inauguró (se parece informativamente). Lo que pasa es que aún no se han practicado todas las diligencias. Pero ni falta que hace. Puede que López Aguilar resucite, aunque no al tercer día. De momento, se duda bastante.
Contrasta la ruina inmediata de este pobre cadáver político con la resistencia a caer de los salpicados por corrupción. Que ésta salga a la luz no impide volver a ganar las elecciones. Se ha visto en la Comunidad Valenciana, recientemente en Andalucía, en España entera. Sin embargo, nadie votaría a un maltratador. Así pues, no solo lo personal es político, ya que se reprueban errores privados incluso al nivel de la presunción, sino que lo político es personal: Ni siquiera al nivel de los hechos probados los electores penalizan a quien entiende la política como medro de sus intereses particulares a costa de la ruina pública. Y es que, aunque la corrupción es el sistema (“las putas reglas del juego”), nadie se cree corrupto. Eso lo será el vecino (el famoso e infantil “y tú más”), de forma que las elecciones las gana el menos corrupto, según sus electores, que revuelven en su voto la paz que esperan con los pecadillos que consienten. En cambio, en el ámbito del maltrato, se ha instalado la creencia de que cualquiera podría ser un maltratador. Una sociedad no es lo que es, no funciona según lo que es, sino según lo que cree.
Solo faltaría que denunciasen por lo mismo a Miguel Lorente Acosta y a José Luis Rodríguez Zapatero y quedaría del todo manifiesta, por si alguien albergaba alguna duda, esa verdad tan simple que en La Madre De Todas Las Leyes luce desde su preámbulo con sombra inapagable: Que todos los hombres, en efecto, pueden ser unos maltratadores a los que conviene declarar la guerra preventiva. Hasta estos días esa suposición tenía un inconveniente y era que … ¿todos? bueno, no. En una aldea perdida de Ferraz, tres claros varones resistían al machismo invasor, reprimiendo sus naturales impulsos violentos de hombres, por el hecho mismo de serlo, contra las mujeres, por el hecho mismo de serlo. Lorente, López Aguilar y Zapatero no solo no eran maltratadores y neomachistas, sino incluso más feministas que Bibiana Aído. Con la denuncia contra el ministro de justicia que promulgó La Madre de Todas Las Leyes, empieza ahora a mostrarse, por fin, lo que ya se podía imaginar: que una regla tan palmaria no puede contener excepciones.
Regla firme basada en verdad tan potente, que cuando Icíar Bollaín rodó Te doy mis ojos, sobre la lacra del maltrato, no supuso ningún problema encontrar a quien interpretase con credibilidad al maltratador (Luis Tosar, Javier Bardem, José Luis López Vázquez, Fernando Esteso, Joselito El Niño Cantor …). Sin embargo, dado que ni Lorente Acosta, ni Rodríguez Zapatero, ni López Aguilar podían salir en la película, para la figura del marido que no maltrataba se tuvo que recurrir a un escocés con falda.
Ello, según el acreditado crítico Carlos Boyero, pudo ser así sin “maniqueísmo”, ni “didactismo, que es una palabra que no me gusta” porque el maltratador “era un individuo como hay tantos”. A lo peor tendría que haber sustituido Boyero, cuando Iñaki Gabilondo le preguntó en La Ser el 9 de Octubre de 2003 por el tema, lo de “tantos” por “todos”. Pues a lo que sí animó, nada más empezar su crítica, fue a que la película la vieran “todos los hombres, incluidos los que se llevan muy bien con su pareja”. ¿Y para qué ese énfasis en que asistieran a una película tan “necesaria”, sino para exorcizar a sus propios demonios, igual que en las no menos violentas sesiones de cine a las que sometían al protagonista de La Naranja Mecánica para su reeducación?
Te doy mis ojos no es que fuese violenta, sino mucho más. Resultaba terrorífica. En especial los diez primeros minutos, justo cuando la omnipresencia del maltratador brilla por su ausencia. Los críticos, maleducados no solo por el maniqueísmo simple de buenos y malos, sino también por el reality show de las americanadas y las españoladas, se impresionaron mucho porque, a pesar del terror, no se veía la violencia, como si no resultase ya lo bastante violento el lenguaje verbal y gestual del maltratador, y lo bastante aterrorizados los de la víctima, y lo bastante pornográfico el diálogo de los doce apóstoles del maltrato guiados por Jesucristo (el psicólogo) en la primera sesión de terapia colectiva, y como si eso de mostrar no tanto la violencia, sino el terror no fuese una fórmula que impresionase más y llevase inventada desde la tragedia griega.
El Greco –nos cuenta un guía turístico en la película- fue a Italia a aprender. De España, en cambio, no sacó nada bueno: “De España, donde recala más tarde, procede el realismo familiar, la tristeza, las actitudes violentas”. De tal manera que El Entierro del Conde Orgaz se divide en dos partes: la de arriba, luminosa, que es Italia o Escocia, y la de abajo, oscura, que es España. Los colores están manipulados con sabiduría en la película: “El violeta es el miedo” (la palabra “violeta” forma paronomasia con “violencia”). ¿Recuerdan el color de la cazadora que viste el maltratador, inmediatamente después de esas palabras, y el de las aguas donde acaba la escena? Violetas, en efecto. Te doy mis ojos es una península rodeada de invisible o violeta violencia machista por todas partes menos por una: la que limita con el extranjero. Eso sí, sin españoles buenos ni malos, según los críticos, aunque a uno de los personajes se le llame “hijo de puta” y se le mande a “que le den por culo”, para alivio y liberación de los espectadores. También David Garrido, en La Butaca, señaló esa “absoluta falta de maniqueísmo», ese “atroz y certero diagnóstico”.
Incluso así, el marido ejemplar que hablaba con acento inglés en una película tan española, y sobre hechos tan españoles, resulta, por lo menos, curioso. Pero no quedó otro remedio. Porque aquí varones no maltratadores, al menos en potencia, parece que no los había. Y como en el cine se arriesga tanto dinero, con más riesgo si es público, y prestigio, con más si es privado, quizás las inteligentes directora y guionista no quisieron imaginar para el papel del marido pacífico a un varón de aquí, no solo para no restarle verosimilitud al relato, sino porque hubiese supuesto contratar a una bomba de relojería (por emplear la expresión de la ex mujer del político caído), no ocurriese que, por la mitad de alguna escena y a pesar del guión, o terminado el rodaje, durante la promoción de la película o no se sabe cuándo, le saliera la vena de maltratador que, como una célula dormida, todo machito ibérico lleva dentro, incluido el señor López Aguilar, según se sabe muy bien en su partido, que ya le ha suspendido de militancia y apartado del grupo parlamentario. La razón es que el PSOE tiene que dar ejemplo. Como en el caso de los ERE y otros chanchullos, donde los implicados fueron localizados y apartados con la misma rapidez.
Se queja, con amargura, el presunto maltratador de haberse encontrado, hasta ahora, “en la más absoluta indefensión” porque “no me escucharon en ningún momento” (“una denuncia de violencia de género en la que yo no he sido oído”). Vaya, ¡gran novedad! A ver si se cree el señor López Aguilar que es el único varón, aforado o no, al que se le aplican medidas, por ejemplo órdenes de alejamiento, o se le instruyen diligencias penales inaudita parte. Y es lógico que sea así, porque lo primero es actuar contra el maltratador y aislarlo de la víctima. La presunción de inocencia viene después, cuando ya está asentada la de culpabilidad y a la otra no le queda sitio a donde asirse.
Parecería, según la queja, que, igual que Zapatero no sabía cuánto costaba un café, el señor López Aguilar ignorase cómo se aplica la ley que él mismo promulgó. Pero rápidamente se disipa el halo de tal duda, ya que el político canario también ha reconocido: “Si en lugar de ella hubiera sido yo el que estaba en el domicilio en la misma situación que se la encontró a ella [en medio de un conato de incendio, con síntomas de embriaguez, con los niños dormidos], me hubieran detenido al momento». Para que luego se piense que los políticos nunca dicen la verdad. Pero esta última declaración no es de político, sino la del niño que desveló que el emperador del traje nuevo iba desnudo. Lo que pasa es que el niño también iba desnudo, como ahora lo está el señor López Aguilar.
Asimismo lamenta que la denuncia se produzca en el contexto de un amargo divorcio, y eso sí que resulta una absoluta novedad, pues hasta ahora a ninguna mujer, salvo acaso a la ex del ex ministro socialista, se le había ocurrido plantear ese tipo de denuncias aprovechando que el Pisuerga puede pasar por Valladolid, o sea, que el divorcio puede pasar por la ley de violencia de género. Contaminar lo de la separación con lo otro, derivando el ámbito de lo civil hacia el de lo penal, para obtener una ventaja procesal por una de las partes, o simplemente por despecho y venganza, es algo que, hasta este fatídico momento, nunca se había visto en España, y hay que presuponer, por tanto, que ahora tampoco se verá.
Pero lo que ya resulta asombroso es que el señor López Aguilar afirme que se trata de una denuncia falsa, cuando, si hay alguna verdad más verdadera y predicada en los medios, y dogma de fe, que la ya referida sobre la capacidad maltratadora del macho ibérico, es la de que solo el 0, 0001% de las denuncias son falsas. ¿O se trata más bien del 0,00000001%? Se basa el porcentaje insignificante en que nunca, salvo en el 0,00000001%, se deduce testimonio contra la mujer, en caso de que su denuncia no prospere, y ello a pesar de las bien sabidas únicas cuatro certezas que se pueden albergar cuando se entra en un juzgado español: que si hay custodia, será para la madre; que si hay sobreseimiento, será provisional; que si hay corrupción, será perseguida con absoluta independencia judicial y sin dilaciones indebidas, debido a la voluntad política del poder ejecutivo en colaborar con el judicial; y que si una denuncia por violencia de género no prospera, si es que acaso hay alguna que no prospere, de tan motivadas que resultan absolutamente todas y la igualdad de condiciones y presuposiciones con que se oye a las dos partes, de oficio se deducirá testimonio, sobre todo en los casos más inverosímiles, si es que se diese alguno.
Se trataría de un asunto muy serio eso de que a alguien se le antojara aprovecharse de la ley para distraer los recursos que las maltratadas tanto necesitan. Por eso, igual que se dice, con toda la razón, que, mientras exista una sola mujer maltratada, no debemos cesar en la lucha contra esa lacra, también estamos hartos de oír que mientras haya una sola mujer, una sola, que abuse de la ley para sus intereses particulares, si es que alguna vez llegase a haberla, cosa harto dudosa, el fiscal pedirá, al más mínimo indicio, que se deduzca testimonio.
En realidad, lo del porcentaje exiguo y despreciable es como lo de la “tolerancia cero”, término políticamente correcto para no decir “intolerancia”, palabra ésta al parecer indigna, sobre el tema que sea, de los demócratas de toda la vida. Así es que no se debe decir intolerancia, sino tolerancia cero. ¿O acaso, en vez de cocacola zero, se dice incocacola? De la misma manera, lo del 0, 00 …0001%, que se oye por ahí, equivale a afirmar que todas las denuncias por violencia de género son verdaderas, y no solo porque lo sean, sino por el mero hecho de ser presentadas por una mujer.
Esta presunción tan acertada y digna se puede apreciar también en los numerosos casos, por desgracia de moda, de la corrupción. Parece mentira que hasta ahora ninguna feminista, especialista en género, haya aludido al hecho manifiesto de que la violencia o la corrupción tendrán género femenino, pero son propiedad de los hombres. Nótese como Esperanza Aguirre, por ejemplo, se hallaba rodeada de varones corruptos mientras que ella no solo permanecía virgen, sino que no se enteraba. Lo mismo le pasó en Valencia a Rita Barberá. Y en Alicante a Sonia Castedo. Y a la Infanta. Ana Mato ni siquiera veía la corrupción en su garaje.
“Existe ya incluso una definición técnica del síndrome de la mujer maltratada que consiste en las agresiones sufridas por la mujer como consecuencia de los condicionantes socioculturales que actúan sobre el género masculino y femenino, situándola en una posición de subordinación al hombre”. Por ejemplo, en el ejército, donde resulta muy elocuente el asunto tremendo de Zaida Cantera. Como ella era capitana y su acosador teniente coronel, se manifestó de manera palmaria (diríase una situación de libro) esa subordinación de la que habla el lugar recién citado del preámbulo de la ley que promulgó López Aguilar. Pero lo que indica dicho texto legal es que la misma subordinación habría ocurrido si el maltratador hubiera sido sargento chusquero, cabo primero o soldado raso, por el hecho mismo de ser hombre.
Y como lo que supone el preámbulo de la ley es que no hemos avanzado nada desde los tiempos de Franco, cuando el ámbito de lo civil estaba contaminado por el de lo militar, o desde 1991, cuando, en el programa de fin de año, los humoristas de Martes y 13 y su público se reían de una mujer maltratada en la televisión pública, también, a día de hoy, fuera del ejército, se dan esas situaciones de abuso de poder de los hombres contra las mujeres. Y no decimos, al margen de ironías, que no se den, de manera rastrera y lamentable. Pero lo que presupone la ley de violencia de género, al margen ella también de ironías, es que esas situaciones de violencia íntima se dan así siempre, absolutamente siempre: “Se trata de una violencia que se dirige sobre las mujeres por el hecho mismo de serlo.” Bien claro lo supone así la ley, y desde el principio. La violencia doméstica nunca la cometen las mujeres, sino que se comete siempre sobre las mujeres. Violencia de género, por definición, es la que se ejerce sobre las mujeres por parte de los hombres. La ley no admite la propiedad conmutativa.
Por lo cual, si a alguna parte, alguna vez, se le ocurriese utilizar esa ley con fines espurios, cosa que es de suponer que nunca ocurrirá, por ejemplo en el contexto litigioso de un divorcio, solo podría hacerlo, por definición, la mujer. Porque es una ley al servicio de las mujeres que denuncian, no al de toda la sociedad, que, con su desigualdad, se opone a ellas.
Pero en el triste caso del señor López Aguilar se da algo aún más asombroso. Y es que ha declarado que cree en la ley, y eso le honra. Y ha dicho más: “¿Cómo no voy a creer, si fui yo el que la promulgó?” La ley, nos ha recordado en la entrevista con Susanna Griso, fue diseñada pensando en la mujer que, por ejemplo, en el contexto aconsejable de una separación, no puede deshacerse del maltratador que, desde una posición inadmisible de superioridad, le niega el derecho a su autonomía y a su libertad porque considera a su ya ex pareja como un ser de su propiedad. Solo puede ser utilizada para eso: para que las maltratadas, en una situación de discriminación, obtengan una ventaja positiva. No para que las mujeres que no lo son logren esa misma ventaja. Esto último resulta imposible, por definición, en ley tan bien atada y redactada, de la misma manera que el martillo sirve para clavar clavos pero no, aunque se quiera, para interpretar con delicadeza a Schubert en el piano.
Y es que la ley evita a las supuestas estafadoras (supuestas solo por los neomachistas) con sabiduría, puesto que declara a las mujeres, a todas las mujeres, en situación de subordinación y desigualdad, y el abuso y la estafa solo se cometen desde una posición de superioridad y de poder. Por tanto, las mujeres no pueden abusar ni defraudar.
De ahí que Berta Cao, en López Aguilar y el mito de las denuncias falsas (Cuartopoder, 9 de abril de 2015), se mantenga en expectativa prudente sobre los hechos pero …: “No sé si López Aguilar es culpable o no de un delito de violencia de género. Pero sí es culpable de encender el ventilador de la perversidad de las mujeres: la denuncia falsa”. ¿Se han dado cuenta ustedes también de que Berta Cao ya lo está condenando y culpabilizando, lo sepa o no lo sepa, porque como la denuncia no puede ser falsa, entonces es que es verdadera?
Sin embargo, aquí el pobre ex ministro no entiende que pueda pertenecer a los supuestos para los que está diseñada la ley, pues confiesa no albergar ninguna ilusión de dominio sobre su ex mujer. Al contrario, lo único que desea es, le contaba a Susanna Griso, separarse él y que su ex mujer lo deje tranquilo, garantizando no obstante el mantenimiento de su familia y de sus hijos. Ha sido él quien se ha ido y el que ha interpuesto la demanda de divorcio y el que lleva un año intentando llegar a un acuerdo. Pero si ello es así, y si no ha habido violencia, ¿cómo puede darse, sin que se trate de una pesadilla del País de las Maravillas, lo que, en efecto, se da: que el señor López Aguilar sí se haya visto inmerso inaudita parte en una denuncia por violencia de género? ¿Podría, por consiguiente, la ley que debe proteger a las maltratadas, y que sin embargo no consigue que descienda el maltrato, servir, en cambio, para que las que no lo hayan sido obtengan una ventaja en una determinada situación? El señor López Aguilar debe estar pensando ahora que sí. Debe de ser una de las dos únicas personas que en España lo piensa.
La otra es Micaela Navarro, gran feminista del PSOE andaluz, cuando puso en entredicho la supuesta subordinación de la mujer, desde el momento en que reconoció que esta ley “provocará cambios en las estructuras más básicas del poder, en su elemento más pequeño: el poder en el ámbito familiar” (citada por Inmaculada Sánchez, Las Zapatistas, p. 204).
¿Y cómo puede ser que eso, sin embargo, no le lleve al señor López Aguilar a descreer de su ley? En El Gatopardo, el Príncipe de Salina rechaza el oficio de senador con el argumento de que carece de la capacidad política de engañarse a sí mismo, indispensable, en su opinión, para guiar a los demás. Lo que demuestra, según eso, la fe de López Aguilar en su ley es que él sí que es un político de raza. No obstante, cuando se desnude del indispensable vestido de la corrección política, si es que alguna vez se lo quita, nuestro personaje, formidable jurista, puede que se acuerde de ciertos términos de esa ley que él promulgó, y de cómo se hallan redactados.
También ha deplorado que, durante las pasadas vacaciones de Semana Santa, no haya podido ver a sus hijos. A lo mejor se acuerda asimismo, de ahora en adelante, si es que no la ha evocado ya, de la ley de custodia compartida que nunca promulgó. O de la ley de mediación familiar de la que tampoco se acordó nunca. El conflicto es una fuente de negocio, como saben militares, abogados, políticos, feministas y otros oficios que viven de él. La mediación familiar no interesaba, sino que, como todo el mundo es bueno, salvo los maltratadores y los terroristas, se presuponía el mutuo acuerdo espontáneo y necesario en el momento del desacuerdo que lleva a la separación. De esa manera, a una de las partes le bastaba y le basta con no estar de acuerdo para quedarse con todo: hijos, vivienda y dinero de la pensión. Las cosas de palacio van despacio. Y hay algo en los gobiernos españoles que lleva demorándose aún más que la instrucción del proceso de la Gürtel, de los procesos castellonenses contra Fabra, que el juicio de la talidomida o cualquier otra de las pesadas diligencias contra los delincuentes de cuello blanco: la ley de la custodia compartida y la de la mediación familiar.
“La ley es buena”. Tercer dogma de fe. Se sobreentiende que ese mantra se refiere a La Madre de Todas Las Leyes. Que la violencia de género sea la misma que antes de la promulgación de la ley contra la violencia de género no impide que la ley deje de ser buenísima. Pero es que no han pasado ni cien días desde su promulgación. Habrá que esperar diez años desde su entrada en vigor para que podamos comprobar sus indudables efectos en la considerable disminución e incluso desaparición de la lacra.
Y además, si acaso hubiera o hubiese alguna denuncia falsa o algún abuso o fraude de ley, será porque hecha la ley, hecha la trampa. Cosa distinta es que la trampa ya esté en la misma ley. Pero eso solo ocurriría si una determinada y censurable conducta se considerase delito en caso de que lo cometiera él pero solo falta, si quien cayese en el error fuese ella. Lo cual es algo que, como era de esperar, no ocurre en nuestra ley, que considera, como no podía ser menos, la afirmación constitucional de que los españoles somos iguales ante la ley y no podemos ser discriminados por razón de sexo. Salvo en el caso de la discriminación “positiva”. Así también, por ejemplo, todos tenemos derecho a la vivienda, según la Constitución, salvo que los bancos pueden ejercer la discriminación positiva para restringir ese derecho. De ahí que La Madre de Todas las Leyes haya sido declarada constitucional por el tribunal ídem. Cuando se celebró tan feliz circunstancia, la ministra de igualdad se apresuró a declarar que, después del alto dictamen, esperaba que cesara de inmediato cualquier debate sobre una ley tan buena. Todos sabemos que no es en un régimen de libertades, sino en las dictaduras donde el necesario acatamiento de las sentencias de los tribunales no corta el comentario. Es más, lo fomenta. En democracia, en cambio, lo que se usa es callar.
Aun así, si acaso nos atreviésemos a ponerle algún pequeño borrón a una ley tan buena y tan eficaz para que disminuya el mal contra el que ha sido formulada, sería esa pretensión, no de la ley misma, sino de sus defensores, de que el maltratador sea considerado un terrorista. Porque, y con esta última creencia terminamos, hay dos tipos de terrorismo: el del terrorista y el del maltratador. Y cierto que eso de ser maltratador es una cosa muy fea. Pero, a poco que se piense, no hay nada más opuesto a un terrorista que un maltratador. El primero busca un fin político en sus crímenes y no siente ningún apego por sus víctimas, de tal manera que podría decirles, como los mafiosos de El Padrino: “no es nada personal, son negocios”. Paradigma del acto terrorista el atentado contra las Torres Gemelas, donde los delincuentes no podían saber de antemano la identidad de sus víctimas. Al desgraciado maltratador, en cambio, la situación política le importa un bledo cuando se obstina hasta el asesinato y sí que siente un apego personal muy fuerte por la víctima (“la maté porque era mía”).
Si el terrorismo de ETA hubiese sido combatido como maltrato doméstico, aún estaríamos lamentando sus crímenes. Quizás, puestos a realizar comparaciones que no somos nosotros los que las hemos planteado, la ley, por muy buena que sea, no dará ningún fruto mientras que los maltratadores sean tratados como terroristas. Y un terrorista es simplemente un delincuente que no goza de la presunción de inocencia. Pero a día de hoy, y a día de ayer, y desde la entrada en vigor de La Madre de Todas Las Leyes, y tal como está el patio, solo a un maltratador se le ocurriría invocar la presunción de inocencia para un imputado por violencia de género, ¿verdad?